sábado, 3 de abril de 2010

Como una alegre canción de danza IV

Enrique López Castellón

La Gaya Ciencia es, sin duda, la obra más personal de Nietzsche. Realmente, su redacción supuso para él una especie de terapia contra sus dolores, su soledad y su desorientación vital, en una época de decepciones y esperanzas, a la búsqueda de un entorno geográfico y social que le asentase y equilibrase. Por eso cuando está a punto de publicarse esta obra, escribe a Erwin Rohde: “sin un objetivo que no fuera para mí indeciblemente importante, no hubiera podido mantenerme arriba en la luz y sobre las aguas oscuras. Esta es, en realidad, mi única disculpa por esta especie de literatura que estoy cultivando desde 1876; es mi receta y la medicina preparada para mí mismo contra el hastío de la vida. ¡Qué años! ¡Qué interminables dolores! ¡Qué perturbaciones internas, revoluciones, soledades! ¿quién ha soportado tanto cómo yo?. Leopardi, desde luego, no. Y si hoy me encuentro sobre todo ello, con la alegría de un triunfador, cargado con nuevos, difíciles proyectos y, como yo me conozco, con la perspectiva de nuevos sufrimientos y tragedias, más difíciles  y todavía más íntimos, y con el valor para hacerles frente, nadie puede tomarse a mal que yo tenga una idea de mi medicina. Mihi ipsi scripsi (‘escribí para  mí mismo’), y a ello hay que atenerse; y de igual manera, cada uno debe hacer a su modo lo mejor para sí mismo. Esta es mi moral, la única que me queda todavía. Si hasta mi salud corporal sale a luz, ¿a quién se lo debo? En todos los extremos he sido yo mismo mi propio médico, y como alguien en el que no se da nada separado, he tenido que tratar de una vez y con los mismos medios alma, espíritu y cuerpo. Concedido que otros se aniquilarían con mis medios; por eso también, en nada me afano más que en prevenir de mí. Este último libro especialmente que lleva el título de La Gaya Ciencia, hará que muchos retrocedan espantados, quizá tú también, mi querido y viejo amigo Rohde. En él se encuentra una imágen de mí, y sé muy bien que esta imagen no es la que llevas de mí en tu corazón. Por eso, ten paciencia, aunque sólo sea porque tienes que darte cuenta de que mi problema es: o vivir o morir así.”

La cita es larga pero resulta inprescindible para conocer el estado de ánimo del autor y la función subjetiva que cumple la obra que tenemos delante. En esas mismas fechas escribe a Lou Salomé, la inteligente muchacha que con los mejores propósitos le ha presentado en Roma su entrañable amiga Malwida von Meysenbug. Las palabras que Nietzsche le dirige al conocer el consentimiento de ésta de convertirse en su alumna y su amanuense, constituyen un balance de la época del autor que ahora se cierra: “¡El cielo se ha despejado para mí! Ayer al mediodía hubiera podido decirse que era mi cumpleaños. Usted me envío su promesa de venir a verme, el más hermoso regalo  que nadie hubiera podido hacerme, mi hermana me mandó cerezas, Teubner los tres primeros pliegos impresos de mi Gaya Ciencia, y para rematar todo ello acababa de terminar la parte última del manuscrito y con ello la obra de seis años (1876-1882), toda mi espiritualidad libre. ¡Qué años! ¡Qué tormentos de toda especie, que soledades y qué hastío de la vida! Y contra todo ello, casi contra la vida y la muerte, me he compuesto ésta mi medicina, éstos mis pensamientos con sus pequeñas franjas de cielo despejado sobre mí. ¡Ay, mi querida amiga! Cuantas veces pienso en todo ello, me siento transtornado y emocionado, y no sé cómo ha podido lograrse. Compasión por mí mismo y el sentimiento del triunfador  me inundan por completo. Es, en efecto, un triunfo y un triunfo completo, ya que hasta la salud del cuerpo – yo no sé de dónde – ha salido de nuevo a luz y todo el mundo me dice que parezco más jóven  que nunca. ¡El cielo me proteja de locuras!” Y añade Nietzsche en franca contradicción con lo que, como veíamos antes, expresaba meses atrás: “ No quiero estar más solo, y quiero aprender de nuevo a ser hombre” ¡Ay, aquí me queda todavía casi todo por aprender!” Pocas veces muestra el filósofo con tanta sinceridad su deseo de comunicación humana. Parece que Nierzsche ha llegado a comprender su imposibilidad de desprenderse de los demás, sin desprenderse a la vez de sí mismo, sin desgarrar irremediablemente su yo. Y es que, como ha apuntado acertadamente Fernando Savater, “ser un egoísta racional es aceptar en la práctica que el primero y más fundamental de los instintos egoístas es superar la soledad. Superarla, abolirla. Ser yo mismo, lo mejor y el más largo tiempo posible –cifra condensada en los anhelos egoístas- es algo que solo puedo conseguir por medio de la relación con los demás. Los otros me permiten ser yo,  me rescatan con su mirada, su complicidad, su compañía o su hostilidad del reino indistinto de las cosas donde mi subjetividad se perdería para disolverse en prosaica objetividad. O soy yo con y por los otros o soy cosa, es decir, no-yo, renuncia a lo subjetivo”. Pero, ¿y si se renuncia a lo subjetivo? ¿Y si ese destino al que Nietzsche se propone amar le reserva dolor y soledad? ¿Cómo interpretar ese dolor y esa soledad de forma que sea posible decir sí a la vida? ¿Qué solución cabe?  ¿Enmascarar con la careta del héroe solitario que se sitúa por encima de su época la incapacidad para la comunicación, la debilidad para la lucha inerindividual que se opera en el seno de la cotidianidad social? ¡Interpretar lo subhumano en términos sobrehumanos?

En cualquier caso, Nietzsche es consciente de la necesidad de las caretas en el trato con los demás, aunque en ocasiones, –como en su relación con Lou Salomé- el otro capte con cuánta torpeza se enmascara. Lou Salomé constata eso  casi con crueldad: “Recuerdo  que la primera vez que me dirigió la palabra –era en la Iglesia de San Pedro de Roma, en una mañana de primavera-, lo harto rebuscado de sus gestos y de su forma de expresión me sorprendió y me indujo en error sobre su ser. Pero pronto me di cuenta de que este espíritu solitario soportaba su máscara con tanta torpeza como el campesino el traje nuevo recién comprado en la ciudad. Uno pronto llegaba a plantearse sobre su particular la pregunta que él mismo formulaba en éstos términos: ‘En todo cuanto un hombre deja entrever de sí mismo, estamos fundamentados a preguntar: ¿qué es lo que quiere ocultar? ¿qué prejuicio espera despertar en nosotros? Y aún más: ¿hasta dónde llega el refinamiento de esta ocultación? ¿qué errores cometa al disfrazarse así? Su cortesía exterior  era el reverso de su soledad interior, esta soledad a la luz de la cual importa asir toda la vida espiritual de Nietzsche y que constantemente crece a su alrededor, como cada vez más, a sacarlo todo de sí mismo.”.

La Gaya Ciencia cierra, ciertamente, una etapa de la filosofía Nietzscheana. Pero el episodio de su frustado intento de matrimonio con Lou Salomé que se produce meses después de la aparición de este libro, y su subsiguiente alejamiento de su amigo Rée, determinan también un nuevo período en la vida del pensador, caracterizado por el acrecentamiento de sus sufrimientos y de su soledad. Nietzsche llegará a interpretar así el destino que el azar ha impreso en su carácter: “La soledad absoluta me parece cada vez más mi fórmula esencial, mi pasión fundamental; a nosotros nos incumbe provocar este estado, en el seno del cual creamos nuestras obras más hermosas, y es preciso saber sacrificarle muchas cosas.”.

¿Estamos ante una nueva máscara? ¿Es el orgullo herido quien inspira este tono voluntariamente distante? ¿Es su misantropía la respuesta al rechazo de otros? ¿No traicionan a Nietzche sus súplicas, su búsqueda dolorosa de las amistades perdidas, o incluso la exarcebada afirmación de su superioridad, de la trascendencia de su misión? Los retratos de Nietzsche que han llegado hasta nosotros testimonian la acentuación de estos conflictos, de estas antinomias que de ordinario nos esforzamos en atenuar, mientras que el filósofo las atizó como para encontrar en ellas la fuente de su inspiración, la leña de la que se alimentaría la hoguera en que quiso  consumirse.

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